Los peligros de la novela histórica (II)

Trataba no hace mucho de los peligros de la novela histórica y de cómo, a fuerza de hacerla histórica, se ha vuelto menos novela. Me siento tentado de considerar estereotipos los juicios que reproduciré a continuación, pero solo puedo rendirme a la evidencia: quienes emitieron dichos juicios no andan faltos de razón. He escogido tres fragmentos porque me parecen representativos. Sobre todo el tercero, que además viene de una reconocida autora:


«A mi no me gusta la novela histórica (…), creo que los grandes novelistas son el mejor reflejo de su época, nos relatan la realidad que no te cuentan los historiadores en sus libros».


«No me gusta la novela histórica (…). Creo que cuando un escritor no tiene ideas, se refugia en la historia para escribir sus libros, porque la historia está llena de sucesos dignos de contar».


«No me gusta demasiado el género de novela histórica, porque me parece que el corsé de datos ahoga el aliento narrativo. Eso sí, hay novelas maravillosas ambientadas en otras épocas, como Yo, Claudio, de Graves, o Juegos Funerarios, de Mary Renault, a las que no considero novelas históricas, porque el afán primero de esos libros no es explicar cómo era el mundo de la antigua Roma o el efímero imperio de Alejandro el Magno, sino que aspiran a explicar cómo es el mundo, sin más. Es decir, aspiran, como cualquier otra novela, a poner un poco de luz en las tinieblas de la vida. De toda vida, de nuestra vida».


He dicho que me rindo a la evidencia, pero quede claro que no comulgo con ninguna de las tres opiniones. 

No estoy de acuerdo con la primera porque presupone que no se puede reflejar lo actual novelando lo pretérito. Yo creo que el presente —y por tanto el futuro— está cimentado en el pasado. No solo se puede explicar lo uno con la base de lo otro: es que no recurrir a ello supone privarnos de elementos de juicio esenciales.

Tampoco me cuadra la segunda opinión porque presupone igualmente: en este caso, que las novelas históricas se limitan a contar sucesos reales.

En cuanto a la tercera opinión, su autora procede de forma automática a sacar de la categoría de históricas las novelas que hablan de la vida. Algo así como que las buenas novelas ambientadas en el pasado no merecen el apelativo de históricas. Las malas sí.

Supongo que vivo en una contradicción. No comulgo con estas opiniones porque yo (al igual que otros muchos) tengo mi propio concepto de novela histórica, y es uno en el que el calificativo de «histórica» es solo circunstancial. Una novela ha de hablar de la vida, es cierto, y el autor debe volcar en ese proceso sus ideas, por más que después se aparte para que dichas ideas cobren vida propia y alienten al texto. Así, lo de menos es que la trama transcurra en Sumeria, en el Madrid actual o en el planeta Alderaan, y no importa si los personajes son históricos, ficticios o directamente fantásticos. Hablar de la vida es propio de la novela, independientemente del género.


Sin embargo, y de ahí mi contradicción, la misión es complicada porque las opiniones vertidas no se basan en algo irreal. Hay novelistas que escriben NOVELAS, y resulta que son históricas. Pero también los hay que se afanan por divulgar —bien o mal—, o por contar la historia novelando. Y sus obras van a parar al mismo saco que las primeras. Y entonces llega la estigmatización de la novela histórica, que bastante apaleada estaba ya la pobre con los thrillers esotéricos, códigos encriptados y cátaros nazi-masónicos.

Pues esto se arregla volviendo al origen. Dignificar el género, salir de esa cesta de «novelas escritas por autores sin ideas», implica asumir la tarea de escribir NOVELA. Metámonos eso en la cabeza.




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